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La mujer que no se permite gozar

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Crónica de un mandato antiguo


Una mirada simbólica y terapéutica al gozo femenino como acto de desobediencia amorosa


Por Janeth Arenas · Fundadora de Eka Emotion



En el corazón de muchas mujeres habita un susurro que apenas se atreven a escuchar: ¿Y si me permitiera gozar?


Pero enseguida, como una sombra, aparece la culpa. El gozo se convierte en sospecha. El disfrute, en deuda. Y la alegría libre, en una amenaza silenciosa al rol que tantas han aprendido a encarnar: el de sostener, servir, callar.



El mandato no escrito: "Primero todos, después tú"


A lo largo de generaciones, a muchas mujeres se les enseñó a postergar sus propios placeres en nombre del amor. Se les educó para ser útiles, no felices; para cuidar, no desear. El cuerpo, la voz, el tiempo… todo fue puesto al servicio del otro.



Gozar, en ese contexto, fue una forma de traición. De romper la cadena de sacrificio. De alejarse del molde de “buena mujer” que nunca se queja y siempre está disponible.



Y así, se instaló en el inconsciente colectivo un mandato sutil pero poderoso: Si gozas, dejas de ser necesaria. Si disfrutas, dejas de ser útil. Si te eliges, dejas de cuidar.



El síntoma como voz del alma


Desde una mirada integrativa, sabemos que el cuerpo no miente. Muchas mujeres que han silenciado su gozo comienzan a enfermar en el útero, en los senos, en el sistema digestivo. ¿Por qué? Porque el gozo no expresado se estanca. Porque la vitalidad reprimida se convierte en dolor crónico, ansiedad, insomnio o agotamiento profundo.



Desde la biodescodificación, la represión del goce puede relacionarse con memorias transgeneracionales donde las mujeres fueron castigadas por amar su libertad. Desde la visión chamánica, es un desarraigo del alma, que ha olvidado danzar. Y desde la analogía simbólica, es como un río que fue desviado de su cauce natural: el cuerpo pide volver a fluir.



Por eso, en este tiempo, muchas mujeres están eligiendo de nuevo. Están diciendo: Sí merezco. Están reaprendiendo a reír sin pedir permiso. A soltar la culpa heredada. A vivir su cuerpo no como una herramienta de servicio, sino como un templo sagrado de presencia, deseo y creación.

 
 
 

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